No extraña a nadie que los niños sean diagnosticados con trastornos psicológicos y tratados con psicofàrmacos. Pasa el mismo con adultos que consumen medicamentos que tratan los estados de ánimo. El sistema sanitario promueve el consumo de psicofármacos para tratar tantos malestares como tenemos las personas a lo largo de la vida. Si nos pedimos qué diferencia estas sustancias que modifican el estado de ánimo de aquellas que, con idéntico objetivo, son ilícitas, la respuesta apunta a la seguridad: las drogas vendidas a la farmacia han sido evaluadas con cuidado y se han hecho muchos estudios antes de ser legalizadas y de permitir la venta.
Pues no es el caso. Se trata de una creencia que nos conforma, pero que los hechos no corroboran. La investigación farmacéutica independiente es historia. Las multinacionales farmacéuticas son juez y parte a la hora de decidir e informar sobre bondades y perjuicios de los productos que fabrican. Hay, por ejemplo, la Decisión C(2006)3842 del Reglamento de la Comisión Europea, que autoriza la administración de fluoxetina a los menores de 18 años -niños y adolescentes, pues- con la simple petición del fabricante del producto. Hay más despropósitos: es el mismo fabricante quién investiga e informa sobre beneficios, contraindicaciones y posibles efectos adversos del fármaco. El lobo que guarda las ovejas… Exacto!
El resultado de esta autorización es aumentar, en millones, el número de personas destinatarias de una determinada sustancia; así aumenta la producción del laboratorio, crecen las ventas y, claro, se hace más caja. Crece también el número de personas, pequeños y grandes, que son medicados debido a una variadísima lista de razones que tampoco para de crecer.
La medicalitzación de la vida consiste a convertir aspectos corrientes de la vida cotidiana en patologías que piden medicación. Para lograr este objetivo hay que transformar las ideas comunes sobre momentos vitales normales, como la menopausia, la vejez, la adolescencia…, de forma que sean considerados problemas médicos.
En los últimos años el catálogo de nuevas enfermedades, con los correspondientes tratamientos farmacológicos, ha ido añadiendo ítems de manera imparable. Nada se escapa del furor clasificador: cualquier momento vital, pero también el estado de ánimo o algunos disparos de carácter, acontecen síntomas de enfermedad que hay que tratar. La timidez ha pasado a ser fobia social, el luto por una pérdida es corrientemente tratado como depresión, la vitalidad de las criaturas se puede traducir como TDH. Problemas comunes en la vida de la gente son diagnosticados como trastornos.
Parémonos ahora: TDH y TDHA son diagnósticos que han proliferado últimamente y nada hace pensar que el fenómeno tenga que menguar. Por el contrario, si seguimos, como es habitual, el que pasa en los EE.UU., pronto encontraremos “trastornos del control de los impulsos” en niños y niñas de 3 o 4 años, que no por el hecho de ser pequeños están menos medicados.
No niego la utilidad y los beneficios que procuran los psicofármacos allá donde hacen falta y están muy administrados. La medicación es una herramienta imprescindible, pero no como hoy se da.
La progresión del catálogo de los trastornos mentales, el Diagnostic and Statistical Manual (DSM), habla por sí suela. Entre el DSM-Y del 1952 y el actual DSM-V del 2014 se han multiplicado por cinco los trastornos: de un centenar entonces al actual medio millar. Espectacular. Prodigioso.
Pero quien lo dice qué es patológico y que no? Lo dicen unos expertos, los autores. Podemos creer que estos expertos, profesores en universidades prestigiosas -sobre todo de los EE.UU.- hablan porque hay estudios que lo permiten. Pero no. La investigación universitaria independiente ha pasado prácticamente a la historia y es la industria farmacéutica -provisora de fondo para la investigación- la que deja manar el grifo, regula el caudal o bien la valla.
Somos, pues, al lugar de aquellos corderos que guardaba el lobo: las farmacéuticas participan en la definición del que es enfermedad y el que no lo es, y lo hacen en términos biométricos, es decir, referidos a una hipotética normalidad, a un ideal de salud o, incluso, de orden público.
Esta normalidad que no conoce el sufrimiento físico y psíquico es la que permite etiquetar como enferma una persona porque no se ajusta a unos estándares considerados óptimos. Se habla de enfermedad ante síntomas leves, aspectos estéticos, por la presencia de factores de riesgo, por la posibilidad de sufrirla o por la desazón que causa no encajar con el ideal saludable…
Con esta estrategia la industria ensancha el mercado y favorece la idea que para todo hay una solución farmacológica en venta. Esta idea -que para todo hay una solución química que se puede comprar-es delirante, claro, pero es muy común como fantasía adolescente. ¿No nos tendría que hacer pensar, esta similitud?